Siendo malo ser pobre, aún es mucho peor serlo pensando que se es rico.
Así podría resumir lo que creo es la enfermedad de la razón que ha llevado a los españoles hasta la situación económica y existencial crítica que vivimos hoy.
Desde niño crecí con el recuerdo lejano de la crisis del 98 de Cuba. Una crisis de proporciones literarias que sacudiría a la sociedad española de siglos de galbana y desastrosas clases dirigentes.
Esta crisis de hoy, pese a que me coge un poco más mayorcito, se me antoja de idénticas proporciones. Una crisis descomunal, gestada por espacio de 37 años por decenas de miles de españoles miembros de las clases dirigentes. Políticos, grandes empresarios, tripulantes de una nave que siendo pobre, ha sido tripulada pensando que era grande y fuerte y rica. El pasaje somos nosotros, los ciudadanos, los pequeños empresarios, la gente de la calle, que asistimos atónitos a lo que se nos viene encima sin darnos cuenta realmente del alcance y de las proporciones del naufragio. Pasaje que pastorea en las bodegas de la nave creyéndose inocente, pero que tiene la grave culpa de haber elegido a los tripulantes durante demasiados años. Habidos por escuchar que nos dijeran lo que queríamos oír.
Hace tan sólo dos años tuve una acalorada discusión propia de españoles con amigos burgueses, votantes ahora de la izquierda, ahora de la derecha, universitarios, subidos al machito del hombre rico hombre pobre. Yo sostenía que no había derecho a que los ayuntamientos se comportaran como si fueran ricos sin serlo; que carecía de justificación la inflación constructiva de instalaciones de todo tipo para mayores, para jóvenes, para inmigrantes, para discapacitados, para padres, para perros, para todo. Que estas instalaciones costaban una fortuna, que aumentarían nuestros costes de mantenimiento de forma colectiva porque estaban siendo acometidas por miles de ayuntamientos a la vez sin tener la más ligera idea de si eran rentables y oportunas y de cómo se habrían de financiar a largo plazo. Un ritmo de gasto insostenible.
Mis interlocutores, todos a una como un equipo, criticaron mi falta de gregarismo con lo que era el sentir popular de los españoles, el estado del bienestar; que el dinero público está para gastárselo, y que bien estaba ese derroche si contribuía a la felicidad de la ciudadanía. Perdí aquella discusión, entre otras cosas porque mis interlocutores no estaban dispuestos a hacer cuenta alguna, y porque de verdad creían lo que venían oyendo de los tripulantes desde niños. De esas clases dirigentes que gracias a la democracia han aprendido que se ganan las elecciones y se dirigen las empresas cuando le dices al pasaje lo que éste desea oír.
Entonces comprendí que nada puede persuadir a un pueblo de que camina hacia su destrucción, como es imposible hacer entender a un adolescente que muchas de las cosas que piensa no le llevarán en realidad a ninguna parte.
Para mí la crisis, es una manifestación más de la falta de responsabilidad colectiva de los españoles, de nuestra sempiterna costumbre de echarle la culpa al empedrado, de nuestra insensata manía de no planificar y prever lo que pasará si se hace esto o aquello. Pero sobre todas las cosas, de nuestra desastrosa forma de seleccionar a los tripulantes. Una costumbre ancestral de erradas decisiones. Sólo los acontecimientos, la fuerza de las cosas, que llega imponiéndose al pasage temeroso, ha sido capaz de manera intermitente a lo largo de nuestra historia, de seleccionar a los mejores.
Esperemos que éste sea uno de esos momentos y que sea el Euro y la crisis del euro, ese bálsamo de Fierabras que ponga al mando de la nave de nuevo a los mejores.
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